Del litoral, el sur
I Del litoral, el sur, somos. El agua no nos es indiferente, la esperamos hartos o la tememos a veces cansados, otras fascinados. Rezamos por tormentas cuando el calor nos ahoga sin tregua, y siempre esperamos la vuelta al mundo del sol como si no existiera otra salvación. Recurrimos a velas y estampitas bendecidas cuando …
I
Del litoral, el sur, somos. El agua no nos es indiferente, la esperamos hartos o la tememos a veces cansados, otras fascinados. Rezamos por tormentas cuando el calor nos ahoga sin tregua, y siempre esperamos la vuelta al mundo del sol como si no existiera otra salvación.
Recurrimos a velas y estampitas bendecidas cuando el viento vuela hasta las chapas. Del sur, somos el litoral. No nos es indiferente el agua.
II
Ciclogénesis. Leí el término en una noticia de un portal web, en Instagram. Enseguida me generó rechazo. No me gusta cuando empiezan a instalarse palabras que antes no nos pertenecían.
La noticia explicaba el fenómeno climático. En la descripción se mencionaba que se trataba de una característica climática extratropical.
Extratropical, ciclogénesis. Tantas palabras ensambladas para decir que tenemos tormentas de verano en primavera, y que el viento va a llegar a velocidades altas para esta región. En la nota también leí que una de las zonas más afectadas sería el sur del litoral. La tormenta llegó apenas entrada la mañana. Nunca aclaró. Se anunció con un trueno largo y profundo. Un rugido celestial que parecía acercarse cada vez más a la tierra.
Llueve intensamente desde entonces. A esta hora del mediodía, parece que no va a dejar de llover nunca.
III
¿Origen del viento? ¿El viento del origen? ¿El nacimiento de lo cíclico? Una notificación del celular me despertó a las siete de la mañana: Advertencia amarilla de viento. Bienvenida ciclogénesis.
Todavía estaba oscuro afuera, pero el aire seco que entraba por la ventana de mi habitación ya no tenía olor a tierra mojada. Mientras me volvía a dormir:
“Un barredor de tristezas
un aguacero en venganza
que cuando escampe parezca
nuestra esperanza”.
IV
La noche se instaló brusca, usando el perfume de la chanchería para anunciarse, olor a pis y caca de chancho, con un dejo dulzón hacia el final.
Asqueada, busqué tapar ese olor con el del tabaco. Un rato antes, mientras tomaba mates en la vereda, mi vecina me decía que ella ya se había acostumbrado a ese olor. Yo no podía sacarlo de mí. El olor había logrado tapar hasta el canto insistente de los grillos.
Sentía que una capa viscosa bajaba alrededor mío y se impregnaba en mi cuerpo, en mi pelo. Así debe oler el miedo de los chanchos, pensé.
A la madrugada volvió a llover. Acá ya están todos hartos del agua, menos los pájaros que siguen cantando: igual, quizás más, hacia arriba, pidiendo más. Del litoral, somos el sur. No nos es indiferente el agua.
V
¿De cuánto es capaz un cuerpo? ¿De agacharse hasta dónde? ¿De esperar hasta cuándo? Las mujeres tienen los huesos deformados, no por genética sino por trabajos. Cargar maíz en la espalda, coser cuellos de camisas, descogotar gallinas, cambiar pañales de adultos.
El escenario verde y llano que se despliega ante nosotras, paisaje de horizontes extendidos, sin aventuras de montañas que trepar o mares que cruzar, hace que cualquier espera o doblegamiento sea la excusa perfecta para mirar algo crecer: una planta, un animal, un niño. Entonces, una guarda la ilusión de que algo pueda cambiar mientras esa otra vida crece. Las conversaciones sobre el clima, por ejemplo, que siempre terminan en las mismas conclusiones de catástrofe inminente y ahora agregaron una palabra nueva: ciclogénesis.
Pero el agua nos convoca y nos detiene. El agua dulce y marrón que nos encierra cuando se desborda, que nos aterra cuando achica su cauce. El agua que se traga toda esta violencia frigorífica y cada tanto nos vomita un cráneo bovino limpio de carne y resplandecencia ósea. Entonces, la paciencia del pescador esperando que algo pique detiene la imagen, congela el paso del tiempo, el cambio.
Me gustan las mujeres de mi familia con los huesos deformados. A nosotras tampoco nos es indiferente el agua, porque cuando llueve los huesos duelen más y porque somos del litoral, el sur.
Publicado en el semanario El Eslabón del 25/01/25
Foto: Ana Laura Beroiz
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