Golpe de suerte

Yo no sé, no. Apretaba el calor y nos apretaban las deudas. Antes del fin de enero, teníamos que lo que le debíamos a doña Marucha eran los arreglos en los pantaloncitos y la colocación de los números en las camisetas. Doña Maru tenía una puntada muy fina y para nosotros el sonido de esos golpeteos de su Singer a pedal eran sinónimo de alta costura. También debíamos un par de cuotas de Casa Marcelo, que nos había habilitado un crédito para comprar unas telas de algodón para hacer los pantaloncitos y los números; y a Fetiche, un negocio que vendía artículos electrónicos le debíamos media docena de púas para el Winco.

Además le debíamos a Cacho, que con su pala nos desmalezaba la cancha de cilindro y una más chica. Además le debíamos a Chungui un viaje y flete que nos hizo con su carro y a don Francisco que nos había fíado unos pan dulces y cuatro sidras cuando hicimos una juntada en lo de la Susi, en vísperas de reyes. A don Mauricio le debíamos cuatro porrones, dos salamines y medio kilo de pan. Eran deudas que antes de que terminara enero tendrían que ser saldadas.

Febrero tenía que comenzar sin esa mochila, pero como venía la mano sólo un golpe o varios golpes de suerte nos alejarían de las deudas. Pií dijo que podía conseguir unos billetes si se escapaba hasta lo de Piñataro a ayudarlo con las chatarras, aunque no se salvaría de los golpes (un par de coscorrones) de su abuela por haberse escapado sin permiso. Graciela, por su lado, que después de unas cuantas clases había convertido en música los golpes de sus castañuelas, nos dijo que podía ir un finde hasta la plaza Galicia a mostrar su arte a la gorra para conseguir algo de efectivo. Tiguín estaba casi seguro de que sería el ganador de una competición con la moto por las montañitas de la Vía Honda. El premio era de 500 pesos para el primero y Tiguín sabía que el sendero de las pruebas tenía un par de curvas ocultas, sólo faltaba que la suspensión de la moto respondiera a los golpes. Necesitaba un golpe de suerte.

Manuel, que para entonces se había amigado con la gitanas, se había hecho leer la mano con una y esta le dijo: “Veo mucha agua y que vas a tener un golpe de suerte”. A la tarde, el Manu le jugó 100 pesos (todos sus ahorros) al 39 (la lluvia). Pedro se acordó que cuando nombraban mal a su tía Concepción, la familia le decía “Conce” y que una vez él le dijo “tía Contia”. La tía, después de largar una carcajada, le dijo en secreto que cuando Pedro (que tenía en ese entonces 5 años) dijera “chau, tía Contia”, se tenía que llevar la mano a la entrepierna.

Para eso de las seis de la tarde, a 30 metros de Río de Janeiro y Pellegrini, Pedro lo hizo y recibió un coscorron de su hermana que estaba roja de vergüenza. Pedro se seco las lágrimas y miró los billetes que le había dando su tía: le alcanzaban para una coca y tres alfajores. Entonces, Pedro entendió que desde ese día su tía le traería un golpe de suerte.

Ese enero, Carlos estaba parado frente a la pelo para patear el último penal y Pedro, que estaba sentado en la sombra de los ligustros, miró al arco y se acordó del arco de la cancha que estaba en Río de Janeiro y Pellegrini y se acordó de su tía Conce. El tiro de Carlos pegó en el palo y se fue afuera y Carlos llegó a decir entre dientes “la concha de dio”. Al toque llegó Manuel, con una sonrisa de oreja a oreja, y le pareció oír como unos golpes de castañuelas que se volvían música y que Salvatore Adamo venía desde el Winco con púas nuevas.

Pedro, cuando empezaron a caer las primeras gotas, miró al cielo y dijo al mismo tiempo que esquivaba, con un reflejo condicionado, un golpe de su hermana que sólo existió en su imaginación: “¡Chau tía Contia, y gracias!”.

Publicado en el semanario El Eslabón del 25/01/25

¡Sumate y ampliá el arco informativo! Por 6000 pesos por mes recibí todos los días info destacada de Redacción Rosario por correo electrónico, y los sábados, en tu casa, el semanario El Eslabón. Para suscribirte, contactanos por Whatsapp.