Lombrices

Mi abuela nos había llevado a mis primos y a mí a la costanera. Siempre íbamos a la costanera, porque nos quedaba cerca y porque era barato. Gratuito.

En aquel tiempo mis primos eran dos. Ahora son ninguno. Pero eran dos; Joel, el mayor, y Lucila, la más chica de los tres.

Hacía sol. Mis recuerdos de la infancia siempre están soleados. A lo mejor el sol de antes era más intenso, o más puro, o salía con más asiduidad.

Bajamos corriendo hasta la playa seca. Mi abuela siempre nos dejaba libres y se iba hasta la baranda que separaba el agua del suelo para entretenerse con el oleaje. No nos prestaba gran atención.

Sobre uno de los bancos de cemento había una lata oxidada. Mis primos y yo nos acercamos con cautela, aunque no hubiera nadie. Era verano y era la siesta y hacía calor. Sonaban las chicharras.

Nos asomamos al tarro. Joel, por ser el mayor, metió la mano. Sacó una lombriz larga, grisácea, anillada, tubular. Lucila y yo quedamos paralizados. La lombriz se retorcía entre los dedos de mi primo mientras las demás hervían en la lata, anudadas unas con otras. 

Joel instauró el terror, corriéndonos con la lata en una mano y las lombrices desnudas en la otra. Pero no era un terror malsano. Nos reíamos. Sabíamos que no nos iba a pasar nada, porque a mi primo no le pasaba nada. Aunque la adrenalina se sintiera en el cuerpo. Y corrimos con Lucila hasta las piernas varicosas de mi abuela, para que nos proteja bajo su vestido, y nos escondimos, acurrucados, esperando que mi primo no nos encuentre.

Fuimos perseguidos largo rato, hasta que chocamos con otro chico jorobado, que se mecía a un lado y al otro y tenía un muñeco de plástico en la boca. Se babeaba, gritaba.

Al principio nos asustamos. Incluso Joel, que nunca se asustaba por nada. Lo quiso amedrentar con su mano llena de lombrices, pero el chico no se inmutó. Se reía de nosotros, de nuestro miedo, de cómo escapábamos. Y aplaudía. Y se golpeaba las rodillas entre los espasmos. 

Nosotros también nos reíamos del chico pero también de mi primo, porque no pudo asustarlo. Ni siquiera cuando le colocó una, dos y hasta tres lombrices en la cabeza. El chico se seguía riendo, se reía mucho. Desde el pecho le nacía la risa; desde el fondo de su ser. Era algo contagioso, y tanto nos reímos que Lucila se orinó encima y tuvimos que volver para cambiarla.

Es una escena minúscula, seguramente tergiversada, como todas las que habitan nuestros recuerdos. Pero ese día hubo algo: una mezcla de asco por las lombrices y felicidad compartida. Fue mucho antes de la enfermedad de mis primos, la diálisis y todo eso. Antes de saber que existían las diferencias y los síndromes. Antes de saber que las lombrices no son una gran amenaza. Antes de saber que la abuela todavía esperaba algo, o alguien.

Publicado en el semanario El Eslabón del 07/06/25

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