Benítez, cazador de pumas
Hoy aterrizás en esta ciudad de la que te fuiste hace muchos años. Lamentás no haber llegado a tiempo para ver por última vez a tu madre. Venís a realizar trámites y a vender la casa familiar. El taxi que te lleva tiene la radio encendida. El volumen es demasiado alto. Le pedís, amablemente, que …
Hoy aterrizás en esta ciudad de la que te fuiste hace muchos años. Lamentás no haber llegado a tiempo para ver por última vez a tu madre. Venís a realizar trámites y a vender la casa familiar. El taxi que te lleva tiene la radio encendida. El volumen es demasiado alto. Le pedís, amablemente, que lo baje. Las noticias son siempre las mismas: suba de precios, cotización del dólar. Pero el tono es otro, los locutores actuales te parecen deplorables. Pensás en aquella locutora y su voz que los acompañaba en la ronda nocturna. Intercalaba noticias con poemas de amor. No recordás su nombre. En aquellos años la ciudad había sido invadida por pumas y era necesario salir a cazarlos. Dejame que te presente: Esteban El Negrito Benitez, cazador de pumas. Actor principal en esta historia. Fingirá no recordar algunas cosas.
Soy Benitez bajando del taxi con mi pequeña valija. Entro a la casa. Acomodo mis cosas en un sillón. Los de la inmobiliaria tuvieron la gentileza de mandar a una persona a limpiar y ventilar la casa antes de mi llegada.
Abro la ventana que da a la calle y compruebo que la casa de enfrente, la de Laura, está detenida en el pasado. El barrio no. Se desprendió de la mayoría de las casas viejas. Lo primero que hago es ir a mi antigua habitación, levantar uno de los listones de pinotea del piso y recuperar la libreta de anotaciones escondida en la cámara de aire.
Atmósfera de color magenta. Vos sentado en un banco azul. En tu mano, la libretita de anotaciones, húmeda y carcomida por alguna plaga. Una luz blanca, concentrada, que no sé de dónde proviene pero parece un túnel vertical por donde el tiempo baja y te absorbe.
Te preguntás: ¿qué busco en esta libreta? Acá sólo hay nombres que no conozco. Hojas amarillas carcomidas por ratas o cucarachas ¿Qué son estos nombres que no me hablan? Fechas, calles, destinos.
Una nube de polvo gris flota, a media altura, por la casa. La brisa que entra desde la calle la hace viajar. Un hombre se asoma por la ventana, curioso.
—¿Usted es alguno de los Benítez que vivían acá?
—No. No los conozco —contestás.
—Disculpe.
—No es nada. Buen día.
—Buen día.
Ahora Esteban se apoya en esa misma ventana que da a la calle y nos habla de Laura:
—Yo la observaba, desde acá, salir con sus libros en una bolsita plástica. Simple, austera. Con su pantalón pata de elefante y su blusa blanca o negra, sus anteojos anchos de acetato y su cara lavada. Estudiaba Filosofía en la Universidad. Lo supe el día que la seguí.
Las casas, una frente a la otra, marcaban la diferencia. Una, petisa y obrera. La otra, clásica y ecléctica, de dos pisos con una chapa lustrada que decía: Moisés Brosman Psiquiatra. Buscaste llegar a Laura. En aquellos tiempos era posible un encuentro entre una chica intelectual y un morocho proletario como vos. Mucho más si el morocho era simpático y entrador. Laura no se abrió fácilmente. Fueron meses de charlas y negativas. Pero a Laura la seducía ese lenguaje tuyo y esa otra forma de ver y sentir. Con vos no se aburría como con otros hombres, tan preocupados en entender y explicar todo.
Ahora, desde algún mundo que no es éste, emerge Laura con sus ojos blancos. Te extiende los brazos como para agarrarte. Te vas para atrás. No querés verla. No querés verla así. La imagen se desvanece.
—¿Qué busco en esta libreta? Yo anotaba nombres, pero no recuerdo para qué. Direcciones, horarios, al costado de cada nombre una cruz. Lo que sí recuerdo es lo metido que estaba con Laura. No entendía mucho de lo que me decía, pero lo decía de una manera que me obsesionaba. Tan distinta a todas. Yo anotaba cosas en esta libreta. ¿Cómo se llamaba esa locutora? Pasaba música romántica. No me acuerdo tanto de la música. Me acuerdo que tenía una voz que me calentaba. Eso sí, me calentaba como una brasa, como el fierro con que marcan al ganado. Leía poemas: La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos. El viento de la noche gira en el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
Pasemos a otra escena. Un viejo compañero de tareas te está esperando en el bar. El bar de siempre, se mantiene igual. Cerrás la casa y caminás. Es de los pocos que aún no fueron remodelados. Conserva la barra de madera lustrada, las sillas Thonet y las mesas de formica bordó. En la mesa del fondo te está esperando Telémaco Zanabria, la Chancha. Hablan.
—Negrito, cuánto tiempo que no te veía. Vení, dame un abrazo. ¡Qué viejo estás! No quedó nada de esa pinta que tenías.
—Nada quedó.
—¿Qué hiciste todos estos años fuera del país?
—De todo un poco.
—¿Del oficio?
—No. De eso nada, ¿vos?
—Yo seguí laburando. Todos trabajos chicos. Inorgánicos, nada emocionante.
—Decime Zanabria, ¿te acordás de esa locutora de radio que tenía esa voz tan sensual? No me acuerdo el nombre. Te acordás que la escuchábamos cuando salíamos de ronda.
—No, no me acuerdo.
—La mina un bagayo. Un día la vimos en una revista y casi nos caemos de culo. Nosotros pensábamos que era un minón.
—¿Dormís bien, Negrito?
—Sí, ¿por?
—Ese es uno de los problemas entre los muchachos. No pueden dormir, se empepan y después a la mañana son un estropajo.
—¿Cómo están?
—Viejos. Hechos mierda pero con todas las mañas. Cada tanto aparece algún puma y nos llaman.
—¿Qué estás tomando Zanabria?
—Lo de siempre: ginebra.
—Cierto.
Mirás hacía la calle. Los carteles luminosos son una escenografía berreta que construye un teatro en el aire. Los carteles no son fijos como antes. Ahora se mueven y te envuelven. Algo como un rayo esplendoroso, cargado de reminiscencia, te atraviesa y te transporta. El pavimento parece sudar. El coche va lento, alguien maneja un reflector que busca por los rincones. La ciudad se llenó de pumas.
—Benitez ¿Te pasa algo? Me dejaste hablando solo como un boludo.
—Perdoname, estaba pensando.
—Te preguntaba cómo se llamaba la rusita esa que vos te cogías.
—No me acuerdo.
—¿Cómo no te acordás? No te hagás el boludo. La moishe. ¡Era hermosa! ¿Qué tal cogía? Dicen que son buenas en la cama ¿no?
—No quiero hablar de eso, Zanabria.
—Bueno, bueno, ¿te volviste reservado ahora? Pobre piba cómo terminó. Por boluda, por meterse con esos mugrientos ¿Qué necesidad?
—Disculpá Zanabria, me tengo que ir.
—¿Te vas? Ya tienen que llegar los otros muchachos, quedate un ratito. Mirá ahí justo llega el Cirujano.
—Benitez —grita Tuttolomondo, acercándose —¿Cómo andás? ¡Estás viejo, che!
Ya sé que te querés ir Benitez pero los muchachos no te dejan. Te hablarán durante un largo tiempo de los pumas que exterminaron juntos. De las calles solitarias, de cuando eran los amos de todo lo vivo. Como voluta de humo blanco internándose en el cielo sin estrellas aparecerá la memoria y no te dejará dormir.
Habla Tuttolomondo:
—Hay mucho por hacer todavía, muchachos. Nos creen retirados pero estamos volviendo y con nosotros la paz y el orden. Sólo bajaremos los brazos cuando el último puma haya sido exterminado.
Habla Zanabria:
—Y atrás nuestro vendrán los pibes trayendo sangre nueva a la causa.
Fin de la escena del bar. Las luces se apagan. Las sombras del pasado se ocultan entre bambalinas. Sobre el escenario una serpiente deja su huevo. Las bichas incuban los huevos por separado, no en grupo. Si un huevo se estropea no contagia a los demás. Tiene la cáscara transparente y deja ver a la nueva serpiente gestándose.
Volvés a la calle, a la tarde luminosa que te ciega. Te viene a la cabeza el nombre de Betty. Se llamaba Betty ¿cuánto? Betty Elizalde. Tenía una hermosa voz. Como la de Laura. Laura tenía una hermosa voz. La voz que te dijo que por un tiempo no se volverían a ver. Betty Elizalde te recordaba a Laura: Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Algo recuerdo. Salíamos a cazar pumas. Esperábamos agazapados en el auto. Yo escuchaba a Betty Elizalde. Se me paraba el pingo. Horas esperando que aparecieran los pumas. Algo recuerdo. Mi nariz se abría y me invadía el aire nocturno. Acariciaba el arma,la metía entre mis piernas, la agarraba con las dos manos, me la pasaba por el bulto. Pensaba en Laura. Los pumas. Miro la foto, es ese. Disparo, cae abatido. Tengo el pingo duro. Fin del enfrentamiento. Dibujo en la libreta una cruz al lado de un nombre.
Vas caminando hacia la escena final: Casa familiar. Antes de entrar te cruzás de vereda. La placa de Moisés Brosman no está. Ya debe estar muy viejo o muerto. Tocás la pared donde alguna vez te despediste de Laura con un beso. A media altura todavía perduran los cráteres que, meses después, produjeron las balas. Cruzás de golpe, con los ojos cerrados. Un coche frena bruscamente. En medio de la calle te quedás detenido mirando todo sin entender. Hacés un gesto pidiendo perdón al automovilista y te metés en tu casa. Todo es oscuro. Sin dudar te dirigís a la pileta de la cocina. Papel, combustible y un fuego que no tarda en arder. Dejás caer en ese infierno de llamas la libretita con las anotaciones. Se consume. El papel se vuelve negro. Se eleva y se hace aire, llevándose algunos nombres y sus cruces.
Publicado en el semanario El Eslabón del 03/05/25
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