Diez años después
No falto nunca al 3 de junio. Ni por frío, ni por miedo, ni por cansancio. El cuerpo se acomoda solo para marchar. La primera vez que marchamos era 2015 y yo fui con mi hija adolescente.
No falto nunca al 3 de junio. Ni por frío, ni por miedo, ni por cansancio. El cuerpo se acomoda solo para marchar. La primera vez que marchamos era 2015 y yo fui con mi hija adolescente. Ella, con sus amigas; yo, con compañeras de trabajo. Todas con el mismo deseo. Había algo urgente en el aire. Desesperadas por llegar, como si llegar nos fuera a salvar la vida, como si llegar nos salvara de algo que no tenía forma pero nos dolía igual.
Recuerdo las mochilas cargadas de agua, pañuelos, brillo y miedo. Recuerdo que Rosario latía distinta. Que los ojos de las chicas tenían fuego. Que nos mirábamos entre todas como quien encuentra un espejo.
Mi hija me agarró fuerte de la mano. Éramos miles, pero por un momento sólo existimos ella y yo, avanzando en medio de una marea que decía “Ni una menos” con la voz y con el cuerpo. Me quemaban las lágrimas, me temblaban las piernas. Habíamos dicho basta. Y ese “basta” era una declaración de amor para siempre.
El martes se cumplieron diez años de ese día y por supuesto ahí estuve.
Fui en bicicleta. Como siempre. Con la mochila verde, el jardinero gastado, un pulóver, la campera naranja idéntica a la de Goku encima y el sudor que me corría por la espalda. Hacía frío, pero es el cuerpo que sabe antes que una lo que está por pasar. Caminé con la bicicleta en la mano, sorteando los cordones de mujeres que ya se agrupaban. La policía, como cada año, apostada en las esquinas. Sobre todo en la catedral, justo por donde llegué. Nos miran como si fuéramos una amenaza. ¿Qué amenaza puede ser esta masa de mujeres hartas? Me arde el pecho. Es la memoria. Es saberme ahí. Es que estoy viva. Y que no estoy sola.
Saludé a medio mundo y me encontré con amigas. La Cando venía cargada como un Ekeko: mochila, bolsos, un tupper con arroz, un mate lavado. Había salido de su tercer trabajo del día. Docente, tallerista y estudiosa por demás. Se mudo sola y hace malabares pero ahí estaba, con las ojeras como marco de sus ojos celestes y esa dignidad que no le sacan ni aunque le tiren toda la represión encima. Diana sacó un labial violeta con brillo que casi no pintaba y piedras de colores, productos clásicos del chino de calle San Luis, y me tuneó la jeta de guerrera. La Negra tenía aerosoles. Yo también, obviamente, los que me conocen saben que desde la adolescencia tengo aerosol en la mochila. Hasta hoy, nunca sé cuando hay que tirar una máxima contra la pared. El resto cantaba a los gritos.
Caminamos juntas por calle Santa Fe rumbo a Plaza San Martín. Y como cada año, algo en el aire se corta diferente. El murmullo del río se mezcla con los bombos, las risas nerviosas, los abrazos que llegan antes del “hola”. Los carteles aparecen como pájaros de papel:
“No, es no”. “Nos quitaron tanto que hasta el miedo se llevaron”. “Marcho por las que no están”. Cada palabra me pega como viento en la cara. Cada frase me golpea y me abraza.
Me acuerdo de Chiara, de Lucía, de Úrsula, de todas. Me acuerdo de mí, pienso en mi hija, en mis sobrinas que estarán por ahí también.
Hay algo que no olvido: en 2015, mientras gritabamos Ni Una Menos por primera vez, el gobierno que venía –el de Macri– ya preparaba la tijera. Recortes y desmantelamiento de programas. Ahora está Milei, que el mismo día que asumió disolvió por decreto el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad, que desprecia la palabra “derechos”, que ni siquiera disimula: desfinancia, cierra y niega. Dice que no existe lo que existe. Que exageramos. Que somos privilegiadas. Pero los datos, como los cuerpos, no mienten: 124 feminicidios, travesticidios y lesbicidios en lo que va del año. Una cada 31 horas. La mayoría, en sus propias casas. El hogar como zona de guerra.
En la plaza hay cantos y lágrimas, hay pibas que recién llegan y viejas militantes que no se bajan nunca. Una nena lleva un cartel que dice: “No quiero crecer con miedo”. Quiero abrazarla hasta que el mundo cambie. Otra pancarta, flotante como una plegaria laica: “No te falta amor, te sobra violencia”. Paro. Miro alrededor. Estamos todas. Las muertas, las vivas, las que luchan desde la cocina del sindicato, desde la olla del barrio, desde la poesía, desde el amor. Y pienso: esto no es una marcha. Es un ritual. Un pacto. Un acto de amor político.
Todavía me falta contar lo que sentí al ver a una madre abrazando una foto plastificada. Todavía quiero decir cómo se me fue la voz cuando cantamos por Tehuel. Todavía tengo que nombrar a las travas, a las tortas, a las gordas, a las negras de los barrios, columna vertebral de cada lucha.
No vinimos a llorar, vinimos a decir basta. A recordar que ninguna se salva sola. Que hay algo invencible en la amistad que tejimos entre tanto horror. Que es fuerza que nos lleva y nos sostiene. Una fuerza que huele a pintura, a brillantina y a chori.
Una piba, con los rulos y una camperita de jean cortada, toma una lata mientras canta las consignas como si fueran un mantra. Le guiño un ojo como si fuera la tía piola. Se ríe. Tiene los ojos brillantes y el corazón en la mano. A su lado, otra se ríe más fuerte y la abraza. Detrás, las putas avanzan como un ejército de amor y furia. Tacos, brillos, banderas y carteles que dicen: “Trabajo sexual es trabajo”. “Milei no es mi hijo”. “No sos vos, es tu marco teórico”. El aplauso se levanta solo. Nos abrazamos todas, me perdí de mis amigas y no pasa nada. En la plaza también hay fuego. No del que destruye, sino del que alumbra. Del que dice: acá estoy. Del que marca un antes y un después. Giro y la veo, creo haber perdido la respiración por un momento. Una mujer con la cara y parte del cuerpo quemados. Marcha con la cara descubierta y la piel marcada para siempre. Sube las fotos de cuando su marido la quemó, como quien muestra las pruebas de una guerra. Como si el cuerpo no bastara como evidencia. Hay algo en su mirada, ni miedo ni furia, algo más filoso, como si llevara escrita la palabra Nunca más en la frente. Le temblaban las manos, pero no la voz.
Veo un cartel clavado en el pasto, con letras rojas: “El silencio es complicidad”. Otro, sostenido por una piba con vincha violeta: “Nos sembraron miedo, nos crecieron alas”.
Una señora mayor, con los ojos empapados, reparte abrazos como estampitas. Me dice al oído: “Yo marcha por mi nieta”. Me dieron ganas de pedirle que me adopte un rato. Me quedé charlando y me contó que cobra la mínima, que con suerte le alcanza para los remedios, pero dice que “es pata de perro” (la expresión me dió mucha risa), porque desde que se murió el marido “se engancha en todas”. “Dios lo tenga en la gloria y no lo suelte”, agregó, ahí casi estallo.
Entonces, en un rincón, un canto crece como un latido: “¡Alerta, alerta, alerta que camina / la lucha feminista por las calles rosarinas!” Y ya no importa si sabés la letra, si desafinás, si llorás en medio de la estrofa. Cantamos porque sí. Porque no nos queda otra. Es consuelo y memoria. Y porque nos necesitamos enteras.
Saque fotos de carteles que decían: “No nací para morir por ser mujer”. “Que ser travesti no sea sentencia de muerte”. “Paren de matarnos”. Y uno chiquito, escrito con fibra: “Yo tengo miedo. Pero vine igual”. Siento que con ese cartel, yo llegue a mi vida. Entonces, levanté la vista y ví caer la tarde. Un sol naranja se cuela entre las ramas. Y ahí estamos. Diez años después. Marchando. Sosteniéndonos. Nombrándonos. Porque aunque nos quieran rotas,
aunque nos quieran calladas, aunque nos suelten discursos de odio con la voz engolada de los poderosos… Nosotras seguimos. Seguimos porque no sabemos otra forma de vivir. Seguimos porque nos queremos deseantes y sin miedo. Seguimos porque cada cartel es una promesa. Y porque este grito, que vuelve cada año y nunca se apaga, este grito que ruge en la plaza, dice: “¡Ni una menos!”. “¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!”.
Con trabajo, con dignidad, con deseo, con justicia social, con memoria y con ternura.
Cuando todo terminó, me subí a la bici. El cuerpo cansado pero el corazón latiendo con fuerza. Pedaleé unas cuadras y me encontré con las chicas. Una birra, unas papas, el abrigo compartido en una mesa chica. Hablamos a los gritos, porque la manija perdura. Recordamos nombres, compartimos fotos, nos reímos porque en un momento no encontraba la mochila y la tenía puesta. Nos miramos. Nos tenemos. Nos seguimos encontrando. Y mientras nos reímos y brindamos, como quien enciende una vela en medio de la oscuridad, sé que de eso se trata: de volver a casa con otra, con muchas, con todas. De gritar fuerte para que una sola no se quede en silencio. Y mientras abrazo a una amiga que llora de emoción, pienso: Qué hermoso resistir con todo el amor del mundo.
Foto: Paula de la Luna
Publicado en el semanario El Eslabón del 07/06/25
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