Manifestarse
Con motivo de la imperdible muestra Berni Infinito, el cruce de Pellegrini y Oroño tiene una particularidad: a la entrada del Museo Castagnino esperan algunos manifestantes de una de las obras sublimes del arte nacional en general y del rosarino en particular. Desde las esquinas opuestas, al lado de las monumentales esculturas, parecen quedar perdidos, …
Con motivo de la imperdible muestra Berni Infinito, el cruce de Pellegrini y Oroño tiene una particularidad: a la entrada del Museo Castagnino esperan algunos manifestantes de una de las obras sublimes del arte nacional en general y del rosarino en particular.
Desde las esquinas opuestas, al lado de las monumentales esculturas, parecen quedar perdidos, pero también en esa relación de dimensiones desiguales se interviene la ciudad, y sin contar que la pintura gana unas cuantas vidas y lecturas más, es aún más interesante la aproximación a ellos, a sus gestos y sus posturas, y a su vez, a la propia cercanía entre sí. Ese puñado de manifestantes extraído de la pintura y personificados en la vereda no se dispersa para anunciar que puertas adentro del museo acontece una de las grandes propuestas culturales del año: su presencia ahí alcanza porque hasta los más distraídos o ajenos pueden reconocerlos. Son uno más en la masa trabajadora que va y viene, son uno con todos. Uno en ese cuerpo popular que marca el pulso laboral de las ciudades. Y claro, nosotros somos uno con ellos.
Hay algo especialmente conmovedor que asoma en Manifestación y que descansa en la ilusión de ese cuerpo a cuerpo, de ese calor popular, de esa proclama popular, lamentablemente sin vencimiento, aunque, tal vez por esa misma razón, invencible, y es ese superpoder que reflejan las miradas cansadas de los manifestantes a los que Berni no sólo pintó, sino que quiso cuidar de usos partidarios. La manifestación, profundamente política y universal en su demanda por el pan y trabajo, siempre está acusando historia e invitando a un encuentro de voces que sueltan el grito sagrado de la justicia social.
Pero me interesa detenerme en ese cansancio de Manifestación, o mejor aún, en cómo Berni no estiliza sino que obra aún más al permitirse subrayar el cansancio de sus manifestantes. Porque siempre se pretende que los salvadores sociales nazcan de esos mismos sectores que padecen la mayor opresión, y cuando eso no ocurre, queda el juicio de valor. No sólo de los que creen que el trabajo se puede elegir, que la elección de ser el propio jefe de uno es cuestión de voluntad (sin entrar en el detalle minucioso del falso sueño de ser uno su propio jefe y cómo según quién lo haga es válido o no, ya sabemos cómo funciona la cosa: el que se pone un carrito es un vendedor informal, ambulante, cuando no vago, y el que tiene un showroom es emprendedor).
Con Manifestación podemos pensar en una dignidad que opera doble. Hay una dignidad muy particular en levantar la voz en contra de todo lo que te oprime pero también de los que te dicen cómo sentirte y cómo responder a esa opresión. Es una dignidad desobediente, que se escapa del entendimiento y aterra a los amantes de las formas, de los mandatos y, sobre todo, de la jerarquización, es decir, a los amantes del dar órdenes. Por eso, es una dignidad que nos arrebata la inocencia con la que se piensan las revoluciones, que para los que tienen la comida, las vacaciones aseguradas y un canutito de ahorros bajo el colchón –esos que tanto desea Caputo–, siempre es estética y romántica. Berni cuidó a sus manifestantes de todas estas utilizaciones que los condenarían, a su vez, al clima temporal, al termómetro de cada época. En cambio, los mostró cansados, cuerpo a cuerpo y soberanos. Pero sin ese cansancio, no hay cuerpo a cuerpo ni soberanía posible frente al ojo que juzga y al sistema que oprime.
El cansancio aparece como estación última de tolerancias y del salir a la calle como una posibilidad de encender una esperanza que sabe dónde mirar, porque la mayoría mira a lo alto o mira al que está al lado. Es un cuerpo popular con la frente en alta y la visión direccionada: hay cielo, hay otros. Porque el socorro es colectivo y la respuesta a demandas extraordinarias, es decir, a las que ya están por fuera de todo límite de tolerancia, tiene que ser también extraordinaria y social, no personal (al sé tu propio jefe, se le responde con sé tu propio sindicato).
Manifestación es una pintura única en su carga emotiva. Emotiva como condición política y como expresión cultural comunitaria, porque dibuja la subversión bondadosa del encuentro para los que te quieren aislado, y evoca un encuentro solidario, en la sinfonía política de la no violencia. Dibuja la subversión de la consigna concreta cuando te quieren callado o adormeciendo el peso que provoca anunciar que hay hambre y desempleo. Evoca una subversión humanitaria que nos mira, que nos recuerda de dónde venimos, que mucho de nuestros garantizados derechos –hoy por hoy, ninguno tan garantizado– es gracias a que ellos estuvieron ahí parados. Y aún lo están y estarán. Pero más aún, y fundamental, si estamos acá con cierta conciencia todavía, con cierta idea de lo social y de deseo emancipatorio, es gracias al registro de sus llantos y victorias.
En esta tarea que es primero el vivir lo social y luego el escribir nuestras biografías sociales, rescatar a los manifestantes de Berni no puede ser sólo un paseo: tiene que ser una interpelación, un motivo ambicioso de existencialismo para tomar la historia, para –siguiendo las ideas de Malcolm, que se preguntaba cuánto hacemos de lo que predicamos– abrir la puerta para salir a manifestarse hasta que todos tengamos pan y trabajo, pero también postre y vacaciones.
Publicado en el semanario El Eslabón del 31/05/25
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