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Volver al mar

Tuquito se rascó la frente y se tiró para atrás el flequillo medio pegoteado. Escupió una miga de bizcocho y le chistó. Chimi, su hermano menor, que estaba tirado bajo la sombra del árbol de al lado, lo ignoró y siguió con los ojos cerrados; medio abombado, soportando el calor. Las siestas en verano son …

fecha 5 de Abril, 2025

Tuquito se rascó la frente y se tiró para atrás el flequillo medio pegoteado. Escupió una miga de bizcocho y le chistó. Chimi, su hermano menor, que estaba tirado bajo la sombra del árbol de al lado, lo ignoró y siguió con los ojos cerrados; medio abombado, soportando el calor. Las siestas en verano son así, eternas. Todo quema: la calle, las veredas, los juegos de la plaza, y adentro de las casas no se puede ni estar. Sólo los varones que vuelven reventados de trabajar en la obra se quedan dormidos sobre esos colchones húmedos de transpiración, con sábanas finitas que lo único que absorben es el olor. 

Tuquito le volvió a chistar y como no le dio bolilla se estiró para ver si estaba dormido. Le tiró un puñado de tierra sobre la cara y Chimi reaccionó.

 ―¿Qué hacés boludo? ―le dijo mientras se sacudía y daba vueltas dándole la espalda. 

Tuquito lo miraba con envidia porque había conseguido una comodidad poco frecuente, calzando su cintura sobre una raíz, y usando sus zapatillas de lona como almohada. “No lo jodo más porque tiene un carácter de mierda”, pensó; y recordó que por eso le habían puesto de apodo Chimichurri; por lo picante. En cambio, el suyo (que había sido lo único más o menos digno que le había dejado su padre el Turco antes de abandonarlos para irse con la uruguaya), se lo arruinó una primita que hablaba como el culo, convirtiendo a un aceptable Turquito en un denigrante Tuquito. 

Los pueblos suelen ser un buen lugar del que marcharse. Los que quedan miran con admiración al que se va y fomentan la fantasía de un afuera próspero, incandescente, veloz; mientras que adentro, las siestas son infinitas, las chicharras toman las calles, las bicicletas se oxidan en las veredas y el tiempo sobra. 

El sonido de un motor interrumpió la calma y los dos, sobresaltados, se levantaron para ver quién pasaba. Eran los Corbalán, que cada vez que iban a Buenos Aires volvían con una chata más grande y que rugía más fuerte. Vittorio Corbalán era un ejemplo de que para triunfar te tenías que ir del pueblo. Se había ido por unos cuantos años y había vuelto casado, y con guita suficiente para comprar la estancia de los Carrera. Margarita, la hija de la pareja, iba a la escuela con Chimi; y era la única de la sala que conocía el mar. Así pasaron los tres, arrogantes, levantando tierra e interrumpiendo la siesta. 

―Un día que se me pinchó la bici, Don Corbalán me llevó a la escuela ―presumió Chimi que se había vuelto a acomodar bajo el árbol.

―Mentira, qué te va a llevar en la chata ―le contestó Tuquito mirándolo con desconfianza.

―¡En serio! Subí la bici en la caja y me senté en el asiento de atrás con Margarita.

―Sí, claro. Seguro que fue el mismo día que papá volvió ―dijo con sarcasmo Tuquito.

―No, fue el día que… ―Chimi hizo una pausa y se le llenaron los ojos de picardía―. Fue el día antes de que nos fuéramos todos juntos al mar. ¿Te acordás? ―dijo, y se sentó en canastita mirando para la calle.

―Claro, ese día ―se la siguió Tuquito―. Me acuerdo que salimos temprano, todavía era de noche. Mamá había preparado unos sandwichitos de pollo para el viaje y papá había colgado un pinito nuevo en el espejo.

―¡Sí! Me acuerdo del olor a limón, y de lo rico que estaban esos sándwiches ―se saboreó Chimi.

Tuquito se sentó a su lado, y continuó: 

―Y cuando llegamos al mar fue increíble. ¿Te acordás? Papá paró el auto y nos despertó. Mamá se bajó rápido con la cámara y empezó a sacarnos fotos como loca. 

Chimi sonrió con la mirada fija en la casa de enfrente, pero en sus pupilas se veían a las olas romper sobre la escollera. Tuquito lo miró con ternura, cerró los ojos y pudo sentir el agua salpicándole la cara. Chimi también los cerró. 

De pronto una fresca brisa marina barrió con la espesa polvareda y roció sus labios con bruma salada. El horizonte se expandió y las casuchas, cubiertas por olas violáceas inmensas, se perdieron en altamar. 

―¿Tenés frío? ―preguntó Tuquito.

―No, estoy bien ―contestó Chimi con la ilusión estampada en el rostro.

―Qué lindo que es el mar ―dijo Tuquito con la vista borrosa mientras se frotaba la cara. 

―Sí, tengo unas ganas de volver ―dijo Chimi, con los ojos todavía cerrados.

 

Foto: Micaela Pertuzzo

Publicado en el semanario El Eslabón del 29/03/25

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