Del poder disciplinar a poder hacer algo
A mediados de los años 70 Michel Foucault escribía su libro más conocido Vigilar y castigar. Es un verdadero manual de cómo se construyó el poder en la modernidad.
A mediados de los años 70 Michel Foucault escribía su libro más conocido Vigilar y castigar. Es un verdadero manual de cómo se construyó el poder en la modernidad. La fábrica, la escuela, el cuartel, el hospital, el loquero, fueron los lugares donde se adiestraba a las personas para que respondieran a las necesidades del capitalismo. El disciplinamiento se produce a través de la normalización, y lo que no es “normal” es encerrado hasta que se normalice. Las técnicas que se utilizan para que esto suceda son esencialmente tres: la distribución del espacio (la disposición de los bancos en las aulas, o de las camas en el hospital), el control del tiempo (los horarios de entrada y salida a cualquier trabajo, a la escuela) y los exámenes (ya sean las pruebas en el colegio, o los exámenes médicos o psiquiátricos).
Esto lo lleva a pensar que el poder no es únicamente represivo sino una relación de fuerzas, que produce saberes, discursos y prácticas. El estado moderno está construido sobre relaciones de poder que organizaron el funcionamiento de las sociedades. Las personas pasaban sus vidas dentro de instituciones que tenían un modo de funcionamiento explícito y quien no cumplía con sus reglas era sancionado o expulsado, y en última instancia –ante faltas recurrentes o graves– era encarcelado o internado en un manicomio. El examen permanente también tenía su lógica: instaurar una jerarquía que le daba solidez a la autoridad.
Gilles Deleuze viene a darle una vuelta más de tuerca a esa concepción disciplinaria y desarrolla el concepto de sociedades de control que nace en el capitalismo tardío. Este texto es de 1990 que es cuando podemos afirmar la construcción de hegemonía del neoliberalismo, luego de la caída del Muro de Berlín, del discurso único y del “fin de la Historia” de Fukuyama.
Las características de estas nuevas sociedades tienen que ver con una flexibilización de los procesos. Ya no hay fábricas, ni muros, sino mecanismos de control difusos. Aún no existían las redes sociales, pero las tarjetas de créditos, el manejo de datos y la creación de algoritmos son algunos ejemplos de ello. Ya no se moldean conductas a través del gesto, no hay tareas repetitivas ni línea de producción. Aparece el just in time (método de inventario y producción para evitar el almacenamiento) y se comienza a hablar de flexibilización laboral, de polivalencia funcional y de productividad. El método japonés (toyotismo) se impone en muchos lugares. En los países en vías de desarrollo se implementan a medias produciéndose una mixtura en la que los trabajadores eran responsables de la producción. Si salía mal el capataz seguía retándolos como en el sistema anterior. El ciudadano le cede el paso al consumidor, individualizado. El control se personaliza, la sociedad comienza a fragmentarse. El poder se vuelve más difuso, las identidades también.
La vuelta de tuerca no termina allí. En el año 2001 Bifo Berardi, en su libro La fábrica de la infelicidad, escribe que el control muta nuevamente en una explotación emocional y cognitiva. El sujeto no sólo es vigilado y controlado sino que ahora es fulminado, quemado, llevado al límite. El capitalismo ya no te disciplina el cuerpo sino que ahora captura tu subjetividad a través de la precariedad laboral y del endeudamiento. La falta de cobertura en salud, de aportes jubilatorios, los recortes de los derechos constitucionales por parte de todo el sistema de la seguridad social dejan a los laburantes en un estado de indefensión total. Además de estar expuestos a un sistema financiero voraz, que cuando los endeuda, los encadena para toda la vida.
Con el surgimiento de las redes sociales empieza a crecer exponencialmente la necesidad de estar conectados. La aparición de los celulares “inteligentes” provoca una intoxicación de información, imponiendo la obligación de una participación constante, con la consecuente crisis de ansiedad y depresión. Se destruye el deseo colectivo, que junto a la crisis de las instituciones que han sido las bases de la modernidad, dejan librado al individuo a la sobreexplotación no sólo de su tiempo, de su cuerpo y de su mente, sino también de su emocionalidad, dejándole como única vía de escape o como única posibilidad de placer el consumo. Bifo dice “no hay deseo colectivo, sólo estrés individual”. En este esquema el poder opera a través de la manipulación del deseo, la angustia y el agotamiento.
Los modos de explotación siguen modificándose, llegando cada vez a lugares más íntimos del ser humano. El individuo está cada vez más aislado. Las instituciones que en otros tiempos le daban sentido a su vida ya no cumplen su función. Si el trabajo alguna vez dignificó, ya no es el caso. Y si el Gobierno avanza con sus medidas, el trabajo va a ser la actividad más indigna que se pueda imaginar. Los partidos políticos y los sindicatos siguen con una estructura del siglo pasado que no responde a los desafíos de los tiempos que corren. Los dirigentes, en lugar de representar a quienes los votan y los militan, se esfuerzan en llevarlos a patadas en el culo en lugar de escuchar sus demandas. Los sujetos sociales que deciden participar y son tratados así, se retiran y no vuelven a intentarlo. Quienes se quedan es por dádiva o extorsión.
La sensación de soledad de quienes intentan construir aquel mundo posible es inmensa. La mirada de desconfianza entre los que tenemos las mismas condiciones laborales es preocupante. El poder no es colectivo, y si queremos lograr que lo sea, el trabajo con las bases debe ser amoroso, de profundo respeto por las condiciones de vulnerabilidad en la que dejamos a los laburantes, la organización de esos rituales que permitan volver a sentir esa identidad que generaron las condiciones para la existencia de los grandes movimientos argentinos.
Si no somos capaces de reconstruir las solidaridades sociales, ni hacer sentir valiosas las bases de los partidos, de reconocer el laburo militante, de valorarlo, es porque se nos metió el germen neoliberal en la sangre y ya no somos capaces de ver compañeros sino súbditos. Si esto es así, que la historia nos condene.
Publicado en el semanario El Eslabón del 24/05/25
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