Toda la vida mandarinas
Sucedió una tarde, pero luego de esa tarde, nunca dejó de suceder. Sí recuerdo que era invierno, puede haber sido junio o julio, en la hora de la siesta, con un sol luminoso, blanco y adorable. Esas tardes de invierno tan hermosas que nunca pude entender cómo hay gente que duerma la siesta. El invierno, …
Sucedió una tarde, pero luego de esa tarde, nunca dejó de suceder. Sí recuerdo que era invierno, puede haber sido junio o julio, en la hora de la siesta, con un sol luminoso, blanco y adorable. Esas tardes de invierno tan hermosas que nunca pude entender cómo hay gente que duerma la siesta. El invierno, la siesta y el sol, van a ser protagonistas principales de esta historia. Pero antes de continuar, quisiera hacerles un comentario tangencial. Es muy común, especialmente en invierno o verano, cuando hace mucho frío o cuando el calor raja el pavimento, que salte la discusión de si uno prefiere el invierno o es un enamorado del verano. Esa búsqueda siempre presente de determinar dos orillas y obligar a alguien a elegir por una o por otra. Nunca opino al respecto, salvo que me pregunten; en este caso no me exigen una respuesta, pero igual lo digo: soy partidario de las cuatro estaciones, Vivaldi y Piazzolla para todo el mundo.
Esa tarde deambulábamos por el barrio, en las cercanías del campito. A esa edad, entre los siete u ocho años, cuando uno ya camina el barrio como si fuese un adulto, siente por primera vez que lo está haciendo por su patria. Es ahí cuando nace ese sentimiento de pertenencia a un pedazo de tierra. Es ahí cuando uno descubre que lo que se encuentra dentro de los límites de ese territorio, es sagrado: sus calles, sus casas, los vecinos, los comercios, la escuela y, ni hablar, los amigos. Después vendrá todo lo demás, con los años, pero lo que allí se descubre y se aprende, lo que allí se vive y se ama, es para siempre y queda tatuado en el corazón, en el alma o donde quieran ubicarlo, pero la huella queda.
Como les decía, andábamos por el campito y, al campito, daban dos o tres fondos de casas que tenían árboles frutales: naranjas, limones, granadas… y mandarinas. Era la hora de la siesta, los dueños dormían y a Pablo se le antojó comer mandarinas y, guiñándonos el ojo, nos señaló las casas de los vecinos. Pablo era el más grande, debía tener nueve o diez años, era el que se animaba a todo y nosotros lo seguíamos porque era el experimentado. El Negro abrió los ojos grandes y lo blanco de sus ojos parecía que le ocupaba más espacio que el real en la cara. El Hugo también hizo un gesto como de asombro y se sonrió. Yo me mantuve en silencio y atento a los movimientos de Pablo.
—Negro, vení, haceme anca –le dijo Pablo al Negro que seguía medio asustado–. Vos Monito vení conmigo a cargar las mandarinas.
Me puse serio, pero no podía rajarme o negarme, así que le dije que sí con la cabeza y saltamos el tapial.
Primero atacamos el patio de Don Troilo. Pablo se subía al árbol y me pasaba las mandarinas. Juntamos unas quince, las que me daba el buzo haciendo bolsita. De ahí pasamos a la casa de Moreno, donde se nos presentó un problema que no habíamos tenido en cuenta: el loro. Moreno tenía un loro que, cuando nos vio, empezó a decir “¡Susana! ¡Susana!”, que era el nombre de la hija de Moreno. Tratamos de hacer lo mismo que en la casa de Don Troilo, pero más rápido. El loro insistía con el “¡Susana! ¡Susana!”, tanto insistió que apareció Susana. Pablo le hizo el gesto de silencio y Susana, que tenía casi la misma edad que él, se sonrió.
Juntamos una buena cantidad de mandarinas y nos fuimos a la esquina de la casa del Hugo, nos sentamos en el tapial blanco, al sol, a comerlas y fue ahí, cuando se produjo el momento mágico que sostendríamos en los años posteriores –no ya robando mandarinas, porque Susana le contó a su papá y su papá le dijo que avisáramos, que no había problemas–, el ritual de sentarnos en esa esquina, al sol, a comer mandarinas y a filosofar de la vida, a reírnos, a charlar de fútbol, a ver quién escupía más lejos las semillas, a contarnos historias fantásticas… a construir amistad, a educarnos.
La vida, el tiempo, el destino, las elecciones que uno va haciendo, nos van conduciendo por diferentes caminos, pero el ritual de las mandarinas nunca lo hemos perdido. Lo conservamos reemplazando las mandarinas por café, o por cervezas, o por un vino, o por un asado, sin abandonar la magia del contacto, de la palabra, de la risa, de los recuerdos, de la amistad.
Aún hoy, en la época de las mandarinas, todas las tardes de invierno y de sol, agarro dos o tres y me siento a comerlas, y el perfume me lleva a esos momentos de la infancia; no me veo allá, en el recuerdo, como soy ahora, no, me veo como era, y los amigos, y las casas, y el campito, y la calle de tierra, todo como estaba en esos días. El aroma de las mandarinas criollas, esas que se pelan con dos o tres movimientos, y la cáscara está separada de los gajos, que son dulces como los besos de los noviazgos de aquella edad, esa fragancia, me traslada irremediable e instantáneamente, a lo mejor de mi infancia.
Hoy, cuando disfruto de una reunión como aquellas, sea la estación que sea, las mandarinas están presentes, ahí, en el aire… gracias invierno, por las mandarinas.
Publicado en el semanario El Eslabón del 24/05/25
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