Habemus Papam
En la punta de la mesa del gran comedor de la Casa de Santa Marta, un recipiente prismático y transparente alberga los celulares de ciento treinta y tres cardenales. El televisor gigante del living opulento permanece desenchufado.
En la punta de la mesa del gran comedor de la Casa de Santa Marta, un recipiente prismático y transparente alberga los celulares de ciento treinta y tres cardenales. El televisor gigante del living opulento permanece desenchufado, las computadoras, apagadas. El cadete que lleva el diario a la Capilla Sixtina no vino ayer ni hoy. Hace un par de años que no hay radio. El aparato se averió, no tenía arreglo y, como había dejado de fabricarse, nadie mandó a reponerlo.
—No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. Amén —ora el camarlengo para enfatizar en que la decisión a tomar es histórica y no deben alterarla las presiones externas. “Gracias a Dios el voto es secreto; si no, qué vergüenza”, piensa. El Vaticano no sólo llegó a tener un Papa argentino, también inspiró la ley Roque Sáenz Peña.
A primera hora de la mañana empezaron a bañarse, se dividieron por tandas. Ciento treinta y tres veteranos bombearon múltiples cisternas en la previa a la elección del sumo pontífice en un aporte providencial al agotamiento del agua dulce.
Ya bañados, perfumados y empilchados, emprendieron camino a ese punto de inflexión en la historia de los sucesores de San Pedro. El encierro es traumático o erótico, no hay término medio. El cónclave se desarrolla en un espacio inmenso. Una chimenea lujosa y apagada brilla en el medio del salón.
Hace dos días, los cardenales minaron el recinto de colchones. No quedó ni un metro cuadrado de piso a la vista. El sueño del pibe, caminar sobre goma espuma, fue y sigue siendo cumplido por este grupo de adultos mayores con pasos amortiguados.
Luego del ingreso del más rezagado, el camarlengo cierra con llave y apaga la luz. A la mayoría le gustaría que hubiera al menos una música ambiental, pero es el sacrificio a ofrendar en pos de que los reproductores no sean una puerta entreabierta a la distracción del rito sagrado. Nada de allá afuera se puede colar. El resultado será público, la votación es hermética. Apenas entra un poco de sol por los kilométricos ventanales, escudados por cortinas gruesas, pesadas.
En la penumbra comienza la acción. Los roces entre sotanas prometen un paulatino striptease. Las calderas viejas y maltrechas hacen que la combustión sea lenta. Se van deshojando por capas, las prendas de los atuendos eclesiásticos caen sobre base acolchonada. Desnudos, los curas hacen una ronda concéntrica con la circunferencia de pétalos de rosas rojas, apenas más pequeña, que trazaron en mitad del lugar. Ese es el ring, ahí se arriba a la definición.
Ayer, los miembros de la ronda giraron con sus respectivos portadores. Todos tocaron todos. Fascinante horizontalidad retroalimentativa. Los palparon, blandengues, semierectos, colorados, blancos, negros; todos con prepucio, por supuesto. Como ninguno se levantó, fumata negra.
La ceremonia, además de lujuriosa, fue un auténtico trabajo de campo. Cada integrante, con observación participante, intervino en el combate contra la flacidez. Luego de ciento treinta y tres giros en ángulo pleno, mareados y decepcionados por no haber obtenido ninguna erección, se dispusieron a emitir la señal frustrante.
El camarlengo se quedó con las ganas de declarar ante la prensa que el flamante Papa tendría la firmeza para encauzar a la humanidad toda en el camino del Señor. Así que desempolvó el narguile y dieron unas pitadas por cabeza de un yuyo afrodisíaco que nada más se cultiva en la Capilla Sixtina. Entre todos cosecharon el humo suficiente para que la fumata negra fuera contundente.
Empieza la segunda jornada. Ya no gira un miembro toqueteado; ahora, la rotación es de una boca que chupa todas las potenciales pijas papales. Ninguna se para y pasa la que sigue. El mecanismo se repite hasta que llega el turno del cura número ochenta y seis (el humo). En cuestión de segundos, a su colega de la derecha se le para y en menos de un minuto acaba con un desahogado grito orgásmico.
Antes de que la irrupción vertiginosa de Peter Owen, de 69 (sic) años, dispare el vértigo de los comicios clericales, el ruso felado grita que es una maravilla esa obra del Señor, el mejor fruto que ha dado el suelo anglosajón. Insiste en que, por lealtad a las santas escrituras y por peculiar obediencia a los Diez Mandamientos, es menester amar al prójimo como a uno mismo, por ende hay que compartir el milagro de succión inglesa. Entonces, Peter se traslada entre los pétalos, en un consentido y anhelado bukake. Y ni el más cercano a ser ochentón está a salvo de la erección, del orgasmo ni de la eyaculación. Al cabo de unas horas y con el cuello blanco, Pete conforma al cónclave en su totalidad. Todos aplauden y no hace falta ninguna papeleta, apenas una nueva fumata blanca general, fruto de otro yuyo secreto.
Habemus Papam y por unanimidad. Elige llamarse Agapito III. No será el más capaz de llevar el catolicismo a escépticos, a descreídos ni a arrepentidos. No será el más convocante para los ateos ni el mejor intérprete del Evangelio en pos del humanismo cristiano, pero la chupa como los dioses. El legado de Francisco de cobijar homosexuales se sepultará del Vaticano para fuera. La procesión va por dentro. La iglesia católica es la verdadera bombera pirómana.
Publicado en el semanario El Eslabón del 10/05/25
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