Brote
Empieza septiembre. Volvés de la escuela, pedaleando lento como la brisa de la tarde perfumada por los nacientes jazmines japoneses. Es martes, la última clase fue la de matemáticas.
Empieza septiembre. Volvés de la escuela, pedaleando lento como la brisa de la tarde perfumada por los nacientes jazmines japoneses. Es martes, la última clase fue la de matemáticas. Hubieras preferido que sea la de ciencias naturales, esa materia sí que te gusta. Sobre todo, cuando la seño explica sobre plantas, árboles, flores, hongos. La vida silenciosa.
Buscás en tu mochila el cuaderno que preparaste para anotar días y observaciones que harás sobre el árbol que está justo enfrente de la casa de tus abuelos. Es un sauce llorón que vive allí desde hace mucho tiempo, conoce bastante el barrio y su historia, conoce un poco del mundo sin vos.
Su tronco es negro con vetas grises y blancas, como canas, como arrugas o como rastro de la poca savia que le queda ya. El mito familiar dice que lo plantaron los papás de tus abuelos, y que ese día definió la ubicación de la casa que todavía no existía en las materialidades de ladrillos y tirantes, pero sí en la fantasía y en planos con bosquejos hechos por Don Enrique y Doña Emilia.
Te cuesta imaginar aquella época, te cuesta visualizar la casa en sus comienzos. Te cuesta creer incluso el mito, porque los sauces llorones, según te enseñó la seño de ciencias, no viven mucho más de setenta años. Pero el abuelo insiste en contarte.
—En todo el proceso, ese sauce pasó unas tres veces por cada una de las estaciones. Fríos, calores… Un compañero de verdad, un hermano mellizo casi, debemos tener la misma edad –dijo entre risas por su ocurrencia.
Sonreís. Te acordás de sus palabras mientras hacés las primeras anotaciones en tu cuaderno. Pensás que su afirmación es casi una certeza: el abuelo se parece un poco al árbol por lo lento y por lo añejo. Lo último por la edad, lo primero porque ya es seis de septiembre y el árbol no tiene rastros de brotes, ni de hojitas, ni siquiera algo de color en su estructura.
Nunca viste al sauce tan seco. Nunca había perdido por completo todas sus hojas. El abuelo te dijo que necesita cuidados más precisos porque está más viejo, que juntos lo vigilarían de cerca para ayudarlo a reverdecer una primavera más.
Miércoles. Jueves. Viernes. Fin de semana, y vuelve la jornada. Pasa la semana. Estás desilusionada. Anotás las novedades indeseadas con mucha congoja. La grilla permanece invariable de información. Rogás por una mínima señal.
Guardás el cuaderno, apagás el velador y antes de dormirte te acordás del día que el árbol se convirtió en torre de control y jugaste a trepar a lo más alto entre sus lábiles ramas y vigilar el barrio. También te acordás de los tererés bajo su sombra con tu amiga Paula, y los comentarios sorprendidos cuando habitantes del pueblo descubrían un sauce llorón en medio de la vereda. Algo proporcionalmente igual de raro como lindo de ver.
Día veintiuno. Ni la primavera lo anima. Ni siquiera los pajaritos se posan en él para cantar o construir nidos como en primaveras pasadas. La abuela expresa una sonrisa vencida, y el abuelo sale a la vereda un poco menos para observar el estado del sauce.
Veintitrés, veintiséis, veintinueve. Octubre. Aprobás los exámenes de la escuela, tu perro quiere jugar más en las tardecitas naranjas, la calle se acelera, los chismes vuelan. Todo se pone en movimiento, menos el sauce.
Te esforzás en tomar mate amargo con tu papá, arrugás la cara, se te ríe, le pedís una galletita dulce para compensar. Se burlan de vos una semana, pero ganaste la apuesta para tener yerba usada y dejarla al pie del arbolito como abono.
Pasás de la angustia al enojo, del enojo a la resignación, te asalta el susto por la posible pérdida, de a ratos recuperás esperanzas y regás un poco más el suelo ya húmedo que enraíza al sauce. La grilla en el cuaderno, dice siempre lo mismo. Preguntás más datos en la escuela, la seño entre preocupación y ternura te ayuda a googlear. Con conocimientos nuevos, inspeccionás y creés observar algo distinto. Te convencés, lo anotás. Y lo borrás. Realmente, no pasa nada. Y te volvés a angustiar.
Tu mamá cumple años, tu vecino se muda de país, el almacén de la esquina tiene en oferta la polenta porque ya se consume poco, la bici se desinfla de tanto que la usás. Pero el sauce llorón, nada.
Te dicen que mientras más mires, menos sucederá. Y de tan porfiada que sos, tus papás ya desbordados por la situación, te cuentan que, en verdad, el sauce fue plantado por tu abuelo cuando era niño.
Sacás cuentas, comprendés lo que implica la edad real del sauce, pero decidís no chequear el dato. Te aferrás a las fantasías traducidas a historias míticas del sauce testigo de tantas vidas. Deducís que perder el sauce, no es cualquier cosa para el abuelo con la ilusión de su vida infinita.
Sostenés su ilusión, y más ahora, que hace días que tose mucho y habla poco. Le hacés un té con miel, le ponés una manta en los hombros y le decís que él tenga paciencia, que el sauce seguro no tarda en volver a brotar. Él te cuenta que los sauces casi nunca se secan en invierno, que fue una temporada hostil, y que es probable que el pobre árbol no haya resistido. Que es el ciclo de la vida, a veces el adiós es inminente.
Noviembre se va volando. Los árboles tupidos alojan caseritos y gorriones que miran de reojo al árbol seco de Chacarita al 1600. Muérdagos y lucecitas empiezan a adornar el barrio. Ciencias Naturales no da respuesta en tu vereda, pese a las notas brillantes en tu libreta. Y llega el veinte.
Tu abuelo, está internado. Le mentís un poco, le decís que justo te pareció ver algo verde, pero en una rama muy alta del sauce. Te sonríe, te acaricia. Los mitos tienen una sucesora. Se despiden hasta pronto. Con una lluvia leve de la madrugada, el abuelo dice adiós.
Llorás sentada en la raíz del árbol, que busca vida hacia abajo pero no se expresa arriba. Le cuesta. Lo entendés mejor ahora. A tu abuelo también le costó.
Con lágrimas empañando la vista, la cara hinchada, los mocos recién soplados y la pena ligeramente aliviada, abrís los ojos y los elevás. Divisás en la cima ardiente de cara al sol, un pequeño y desafiante brote.
Publicado en el semanario El Eslabón del 12/04/25
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